miércoles, 27 de enero de 2016

Carroña.

Buscaba con avidez en donde no había que mirar. Atacaba incesante esa maraña de recuerdos que no importaban y los retorcía hasta que me parecía que tenían valor. Entonces preguntaba. Obtenía negaciones y una mano moviéndose frente a mí con despreocupación. No me daba por vencida. Retomaba cada palabra, cada nombre, y los regaba y los sacudía hasta que soltaban chispas. Navegaba por historias a medio hacer y las completaba con piezas imaginarias. Azuzaba mi interior para que se ennegreciese. Me consumía a conciencia. Qué tonta. Me preguntaba por qué no paraba de pisar cristales, pero no había respuesta. Quería ver los cimientos de cada casa y comprobar cuantas grietas quedaban. Provocar un derrumbe anónimo y reír sobre los escombros. Creía que la calma se obtenía con un puñado de verdades nacidas de un acecho silencioso. A medida que pasaba el tiempo, la realidad era que el ansia crecía y que cada nuevo escenario me carcomía y quería más y más. Cuando era consciente de mi agonía maldecía, pero era un camino sin marcha atrás. Las cadenas repiqueteaban a mis pies y, a veces, me acompañaban los fantasmas.

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